jueves, 21 de mayo de 2009

Libertad


Un día, al ir caminando por la calle, conseguí una piedra. Lo interesante de ésta, como te dije, es que me resultaba muy negra. Tenía un fulgor que la hacia parecer una estrella o, al menos, a mí me parecía algo fuera de lo normal. Su forma era redondeada, como una bola de plastilina moldeada por un niño de cole. Y, ese brillo, definitivamente, era algo fuera de lo normal. Parecía pulida por alguien muy cuidadoso ya que su forma redonda me parecía perfecta, un poco ovalada pero, perfecta en sí misma.
No me pude resistir al encanto que tenía esa piedra, así que, y a pesar de la prisa que tenia por llegar a la universidad, me senté en medio de la calle a observarla. Te podrás imaginar, yo, sentado en el piso de la calle y observando a una simple piedra pero, lo que la gente no sabía, es que ésta no era una piedra cualquiera: a mí me parecía espacial.
Tenía mucho miedo de tocarla ya que su brillo me podría hacer daño. Uno nunca sabe, las cosas del espacio siempre son muy extrañas. Sí, ya se, debí parecer un loco en medio de la calle pero, si tú la hubieses visto, también la habrías admirado, como yo. O, quizás no…
Después de haber estado sentado durante aproximadamente 5 minutos en el piso de la calle, se me acerco un niño que caminaba guiado de la mano por su madre. Imagine que seria uno de los niños que terminaron su día de clases en el colegio cercano a la estación del tren por la hora que era. La señora no parecía entender el por qué su hijo pedía insistentemente acercarse a este pobre muchacho que estaba sufriendo de un ataque de locura repentina que lo llevo a sentarse en medio de la calle sin razón aparente. Pero, tanto pedía el niño eso que, al final, accedió.
El niño parecía asombrado, al igual que yo, por la maravillosa piedra que yacía en el suelo como cualquier otra piedra. Sólo que esta no era cualquier piedra. Ambos estuvimos sentados un rato, admirando una piedra. Te parecerá algo absurdo pero, es que no sé, esta piedra parecía llena de vida. Su resplandor nos llamaba, nos atraía de una manera hipnotizante. Y, lo peor, parecíamos un par de locos en la calle.
La gente ya empezaba a agolparse alrededor del par de lunáticos que estaban sentados en la calle cuando, de repente, el niño reacciono para tocar mi hombro y decirme que le gustaba esa piedra y su luz tan brillante. Yo le pregunte si podía verla y él sólo asintió con su cabecita. Me preguntó también si había llegado su dueña para reclamarla. Confundido yo, le dije que no, que no sabia que ella vendría y que tampoco sabía a quién pertenecía. Es extraño, sabes, porque en verdad, no lo sabía. Simplemente, me encontraba junto a un niño, ambos sentados en el piso, admirando a una piedra y rodeados de gente que se preguntaba sobre aquello que estaríamos viendo.
Lentamente, el niño se levanto, se inclino hacia mí y me susurro al oído: cuida de ella, no la pierdas nunca porque cuando lo hagas, te perderás en tí mismo. Cuando escuche esto, levante la vista para ver sus ojos pero, ya no estaba, no había gente, no había nadie en la calle, no había calle, no había nada. Sólo estaba mi cama, mi mujer dormida, la mesita de noche con mi libro de Cortazar que llevo leyendo desde hace algunas noches y mi sudor… y mi sudor…

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